¿Qué importa estar lejos, si ya nos han olvidado?
¿Importan mis pasos en este mundo olvidado?
“Olvido” - Rita Guerrero.
El origen del nombre de México (Mexihco, “en el ombligo de la luna” o “el centro del lago de la luna”) se vincula con la configuración del eje cultural y político de Tenochtitlan: el islote que se encontraba en medio de la esplendorosa región lacustre donde vivían los mexicas, del cual parece, con el paso del tiempo, nada queda, ni su configuración geográfica ni el recuerdo del germen que diera identidad onomástica a todo un país.
Tras quinientos años del esplendor mesoamericano y a inicios del siglo XXI, con una larga historia detrás para la construcción de la identidad nacional, en México se han dejado de lado a los pueblos indígenas como orgullo del origen, pues la marginación y el rezago en el que se encuentran a nivel social son consecuencia de una negación histórica sobre la aportación que sus distintas culturas han otorgado al país.
Así como los archipiélagos son discontinuidades territoriales de islas en el océano, los grupos indígenas de México parecerían archipiélagos demográficos en el país pues actualmente sólo tienen una presencia parcial en el territorio y no mayoritaria como ocurrió durante de la época prehispánica.
Los pueblos indígenas de México guardan una esencia primigenia de la cultura y del territorio, frente al mestizo promedio parecen desconocidos, incluso exóticos. Por su parte, la isla, a nivel geográfico, es una porción territorial de aparente sencillez, que causa fascinación al visitante, dadas las peculiaridades y endemismos naturales que puede contener. Ambas entidades se encuentran en vulnerabilidad (social en el primer caso, ambiental en el segundo) pues una valoración menor o carente ha permitido que el descuido e incluso el olvido, les exponga a un riesgo constante a nivel natural y cultural.
Varias islas mexicanas estuvieron ocupadas por poblaciones indígenas antes de la llegada de los exploradores españoles, aunque en algunos casos, sus habitantes fueron diezmados o integrados a las porciones terrestres más cercanas. Algunos ejemplos son Isla de Cedros, que contaba con un poblamiento importante de indígenas cochimíes (Miguel León Portilla menciona 1200 habitantes durante el primer contacto europeo en 1540, víctimas posteriores de epidemias cuando fueron trasladados a la península de Baja California en el siglo XVIII); isla Espíritu Santo, donde se encuentran evidencias de la cultura pericú, extinta en Baja California Sur; y las islas Tiburón y San Esteban, actualmente las únicas ínsulas vinculadas a una etnia indígena, al ser un espacio sagrado de la cosmovisión comcáac (seri), territorio fundamental de su desarrollo cultural. Las islas mencionadas, al igual que otras, tienen toponimias indígenas asociadas a sus atributos territoriales:
Actualmente las islas mexicanas permanentemente habitadas, se encuentran pobladas sólo por mestizos. En algunos asentamientos isleños donde se depende de actividades económicas tradicionales (sobre todo las pesquerías), hay un modo de vida semejante al de las poblaciones indígenas en cuanto a cierta dinámica comunitaria, donde el usufructo del trabajo es compartido por todos los partícipes e igualmente se ven afectados por los embates de la naturaleza (“el mal tiempo”) pues como señala Joël Bonnemaison (1), una isla tradicional es un espacio finito de comunicación privilegiado donde “el otro” está intensamente próximo en el vínculo social.
La visión del mundo de los isleños quizá tenga una realidad compartida con la de algunos pueblos indígenas pues como menciona Domingo Pérez Minik (2) el isleño percibe tiempo y espacio fundidos, debido a que el aislamiento como segregación y acontecer físico, trasciende a lo espiritual.
Mencionar que en México, las poblaciones isleñas más tradicionales han sido poco estudiadas no es algo novedoso a pesar de que las islas son lugares donde la identidad y el arraigo juegan un papel determinante. Cabe destacar que en las islas, por su situación particular, además de la insularidad natural de sus ambientes, se puede hablar de una insularidad social, aún más acentuada que en sectores demográficos o poblaciones específicas del área continental.
Para algunos geógrafos, como Bonnemaison, la isla como una singularidad amenazada, en el contexto de la occidentalización, enfrenta el dilema de la destrucción o la resistencia. Curiosamente, los pueblos indígenas de México guardan una situación análoga.
La valoración que de las culturas indígenas y de los territorios olvidados, como las islas, a través de los estudios académicos pueda realizarse, es un primer paso para participar en el ejercicio de la justicia a través de la generación de conocimiento como base para la acción y de la inclusión para efectuar el pluralismo. Valorar antes de perder, debería ser una consigna clave en los estudios sociales y humanísticos.
(1) Joël Bonnemaison (1991) “Vivre dans l’île” L’espace géographique 1990-1991. Tome XIX-XX. No. 2. Paris. pp.119-125.
(2) Domingo Pérez Minik (1987). “La condición humana del insular” Aguayro. No. 170 (marzo-abril). Las Palmas: La caja de Canarias. pp. 6-12.
Artículo escrito para la gaceta "Todos somos todo". Núm. 1. Octubre de 2011. México: publicación independiente.
domingo, 30 de octubre de 2011
Una analogía entre islas y pueblos indígenas de México
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lunes, 3 de octubre de 2011
Faros: los ojos de la noche
Muchas de las islas de México son estratégicas para la localización de faros, como ocurre en otros puntos del litoral. En algunas islas (aunque oficialmente no se consideren habitadas) viven guardafaros, cuya función principal es alumbrar el camino de los navegantes y marineros. Baste este texto como un reconocimiento a la labor que desempeñan, la autoría es de David Martín del Campo, quien recogió una serie de testimonios a mediados de los años 80 del siglo XX.
Los ojos de la noche
Pedro Cruz Martínez se yergue en la hamaca tendida bajo un guamúchil, rasca su robusto vientre y grita sin demasiado esfuerzo: “¡Cúper!”. El perrillo deja entonces de olfatearnos los zapatos, agita el rabo color camello y vuelve con su amo, saltando con pícara maldad entre las mustias plantas de la hortaliza.
- ¡Cúper caracho! ¡Sálgase del huerto! –exclama entonces, ahora sí a punto de enfadarse.
El perro avanza con la cabeza gacha, trota culpablemente sin dejar de abanicar su rabo. El mes pasado murió la madre del Cúper, “una perra que no ladraba ni en defensa propia”, nos explica este moreno oaxaqueño de 51 años. “Yo creo que la envenenaron”.
El “huerto” de Pedro Cruz sin dos matas de chile, unas calabazas agujeradas por los gusanos y tres surcos donde varios tomates asoman como robustos globos a medio inflar. Está enfermo de un mal incurable y su empleo es –desde hace diecisiete años- ser guardafaros de Puerto Escondido.
A las 18 horas, aproximadamente, Pedro Cruz inicia su faena laboral: deja la hamaca de hilos de náilon, entra a la caseta del faro, localiza la caja del interruptor eléctrico, levanta la palanca hasta hacer contacto… y entonces una bombilla de mil watts arroja dos chorros de luz –haces enfocados por un par de lentes de Fresnel- que en casa segundo completan un círculo de 90 km de diámetro… Y como él un minuto antes, el guardafaros Aversio Zavala repitió la operación en el faro de Puerto Madero, y un minuto después Cuauhtémoc Martínez accionará un interruptor semejante en la isla Roqueta, frente a Acapulco, y dos minutos después don Juan Beltrán hará lo mismo en el faro de Crestón, de Mazatlán, y tres minutos después, en la minada playa de Tijuana, Javier Osorio pondrá a funcionar el rotor de otras lentes de Fresnel, junto a la alambrada que linda con la Alta California, mientras allí abajo los incansables indocumentados comienzan a internarse, cobijados por la noche, hacia el norte.
Muchos de los 389 guardafaros que hay en México han enfermado de lo mismo que Pedro Cruz, quien ahora espanta con una vara a los pollos que acaban de invadir su hortaliza. “Esto es más fácil cada día”, nos dice de vuelta en su hamaca que alguna vez fue roja.
“En 1954 las cosas estaban tan malcomo ahora, pero nos quejábamos menos porque no conocíamos la televisión, que hace tan asustadiza a la gente. En el campo me ganaba un peso como peón, no había otra manera de ganar dinero. Yo era amigo de Luis Cárdenas, que vigilaba el faro de Puerto Ángel, y fue él quien me invitó a esto. Nadie quería ser entonces guardafaros; la gente creía todavía que el surco nos aliviaría algún día del hambre. Así que yo, chamaco al fin, le entré a esto. Mi primer sueldo fueron 242 pesos al mes… ahora saco 36 mil 380 quincenales, más despensa y compensaciones; por eso no me quejo. Descansamos cinco días por cada veinte de servicio. Es al principio cuando el farero las pasa más duras. Estuve primero en el faro de la punta Sal Telmo, en Michoacán, como a seis horas de Tecomán en burro, porque entonces no había de otra. De allí me mandaron al Cabo Falso, en la península de Baja California. “¡No señor!” yo decía entonces: “¿qué, yo he matado para estar aquí preso?” Allí fue que me comencé a enfermar como dice mi mujer. Cada mes o cada dos meses llegaba un barquito desde Manzanillo a llevarnos víveres y repuestos. ¿Cabo Falso?, está en la mera punta de la península, donde ahora está San Lucas. Entonces no era nada: un acantilado, piedra, mar y un faro muy importante en el que creí que iba a morirme. A pesar de mi juventud, entonces tendría unos 22 años, me agarró una época de sueño, a todas horas y en todas partes. EL faro aquél era de petróleo gasificado, con un mecanismo de relojería que hacía girar los proyectores. Era una pesa ligada a un cable, como de reloj cú-cú, y cada tres o cuatro horas había que izarla de nuevo para que el haz de luz no cesara sus giros sobre el mar. Inventé un despertador para no dormirme: ponía una tablita equilibrada con una lata, y cuando Lapesa llegaba hasta ella tumbaba la lata y me despertaba, y allá iba. Después vinieron los faros de gas butano, de bombilla eléctrica como éste, y ya anuncian unos destelladores eléctricos más modernos. Estuve luego en Cabo Corrientes, en Salina Cruz y en Puerto Ángel… La verdad los faros son como los ojos de la noche; sin ellos un barco navega como ciego, encalla en los arrecifes a pesar de que esté el disco de la luna. Ésa es nuestra función: ser como los ojos del marinero en la noche. El guardafaros nuevo cambia mucho con el primer año de trabajo… si aguanta. Yo les digo que se lleven sus animalitos, perros, pollos, un perico, una cuerdita y anzuelos para pescar, un radio. Siempre un radio de pilas. La salud es buena porque no se hacen esfuerzos, pero se sufre. Se sufre mucho en lo que tarda uno en acomodarse a la nueva vida. La nueva ley es no abandonar por nada en el mundo su puesto en el faro, así le caigan dos rayos seguidos en una tormenta, luego ocurre. No se hace en realidad nada. La vida física del guardafaros es nada. No enferma por el poco esfuerzo que se hace. Nuestra enfermedad es otra, y después no tiene remedio. A mí ya no me preocupa. Aquí, uno de enferma de tristeza, señor”.
En 1796 se instaló el faro más antiguo del país; el del entonces islote de San Juan de Ulúa, en Veracruz, que por cierto, modernizado, está de nueva cuenta en operación. El faro más antiguo que funciona con su equipo original, es el de la barra de Tampico, en la boca del Río Pánuco; un faro inaugurado en 1881. Existen actualmente 940 señales luminosas en las costas del país: 148 faros, 521 balizas y 271 boyas. La gran mayoría de estos dos últimos tipos de señales operan con sistemas autónomos de fotoceldas, con cargador solar. El gasto eléctrico de estas señales es mínimo (bombillas de 3.5, 1.5 y 0.77 volts, según su ubicación) pero gracias al filtro rojo que cubre esas bombillas, la visibilidad promedio de boyas y balizas oscila entre las 5 y las 15 millas náuticas.
La Dirección de Señalamientos Marinos (de la SCT) vigila constantemente la eficacia de estas señales, ya que muchas empresas navieras que quieren deshacerse de barcos viejos buscan encallar cerca de la costa y cobrar los seguros contratados, argumentando la deficiente señalización de tal canal o muelle. Las regiones costeras con más señales de estos tipos (lo que indica su dificultad de pilotaje) son La Paz (60 balizas, 55 boyas de canal); Guaymas (41 balizas); Tuxpan (60 balizas, en una barra de 12 km); Ciudad del Carmen (42 balizas); Cozumel (40 balizas y 24 boyas de canal); y Ensenada (38 balizas, 13 faros de situación, 2 radiofaros y una boya acústica), todo debido a que el litoral exterior bajacaliforniano es el que registra más amaneceres con niebla: unos veinticinco por año, mientras que el resto del país nunca más de quince.
Cada uno de los 148 faros –había 90 en 1976- que existen en las costas mexicanas (70 en el Golfo y el Caribe, 78 en el Pacífico) cuenta con un guardafaro, y algunos con uno o dos ayudantes. La mayoría poseen líneas de corriente alterna, aunque los más lejanos tienen plantas motogeneradoras con sistemas no-break (de suministro ininterrumpido). De todos ellos, 85 son faros “de situación”, 54 de “recalada” y 9 son “intermedios”. El último faro “de cuerda” –como el que Pedro Cruz operaba en Cabo Falso- está en servicio en las islas San Benito, 30 km al poniente de isla de Cedros. Próximamente entrará en vigor el primer faro de tele-control, operado desde una consola en la superintendencia de Mazatlán, que lanzará un rayo láser para conectar o desconectar el faro de la Roca Negra, fuera de la dársena del puerto.
Esta tendencia tecnológica hará que, poco a poco, “los guardafaros vayamos quedando como simples policías sin equipo”, dice Pedro Cruz, “porque luego los chamacos llegan a hacer mil destrozos y pillajes. Se llevan los acumuladores. Para eso sí era buena la Galleta… la mamá del Cúper, que no ladraba pero un día casi mata a uno de los vándalos. Yo creo que por eso me la envenenaron”.
Todas las mañanas Pedro Cruz sintoniza su aparato de radiocomunicación con la superintendencia de Acapulco, “a las siete de la mañana, cuando ya pasaron los fenómenos de propagación atmosféricos que se producen con el amanecer, la señal es muy buena. Nos informamos de las condiciones del tiempo y lo que hemos observado en el mar… casi nunca nada; pero hace dos años me tocó auxiliar a un barco atunero que se le paró la máquina y venía al garete desde Piedra Blanca. Ya tenían así ocho días, apenas y se podía ver una astillita blanca con los binoculares, desde la punta del faro. Lo reporté al sector naval de Acapulco, y esa misma tarde los remolcaron hasta aquí abajo, en la bahía. Casi todos eran de Manzanillo… Ellos fueron quienes me regalaron a la mamá del Cúper, la Galleta, que quién sabe por qué le nombraban así.
“Fue hasta abril de 1981 que nos dotaron el Cubic (aparato de radiocomunicación). Al principio no salía del cuarto donde está conectado, abajo del faro, y de nuestras frecuencias de 7-800 y 6-220; después me pasaba a otras, que tenemos prohibidas. No, si esos pescadores son unos pícaros habliches; no paran de hablar por el radio y nunca dicen nada, por temor a que les conozcan sus bancos de pesca. Me hice dos amigos por el Cubic.
La verdad, como usted me ve, aquí uno vive mejor que el señor De la Madrid. Sin preocupaciones. El guardafaros que aguanta, ése se queda. Aunque también hay cerebros que son muy débiles y no aguantan la soledad. Hubo uno que sí felpó en las islas Coronado, estaba solo, entonces todavía no teníamos aparatos de radio. Se le reventó una apendicitis, y como pudo hizo una fogata junto al faro, que es nuestra señal de auxilio. Lo rescataron ya moribundo. El que dicen que enloqueció fue el guardafaros de la Isla de Lobos. Uno que se llamaba José Bravo… parece que le comenzó a entrar muy duro a la copa. Es que aunque no parezca, se sufre mucho en los faros. Por eso buscan contratarnos a gente del lugar, que tengamos familia para ocuparnos de ella. En esas islas… la soledad es el problema. La soledad lo vuelve a uno filósofo, le entra uno a leer mucho, cualquier cosa, y eso es lo que pasó con el farero de Isla de Lobos. De tanto leer luego hablan con mucha propiedad, como eruditos, como el señor Carlos Monsiváis, y la gente no les entiende. Eso comenzaron a decir en la superintendencia de Guaymas cuando se comunicaban con el compañero Bravo; aunque la verdad, tenía desatendido el faro por lo del trago. Fueron por él y se lo llevaron al Seguro Social, para curarlo… Creo que ahora está en Puerto Peñasco. Se ha vuelto compositor de canciones.
Desde que me dieron el aparato de radio dejé un poco los libros. Tengo memorizadas la mitad de las poesías de Margarito Ledezma. Luego se las recito a los pescadores; algunos, que se han hecho mis amigos. Aunque luego dicen que uno…”
Pedro Cruz Martínez mira su reloj. El crepúsculo concluye y nos pide que lo acompañemos. Con la vara comienza a pastorear tres guajolotes y varias gallinas que logra conducir hasta un rústico granero, improvisado con pedazos de triplay y trozos de tela metálica. Después carga a los pollos más pequeños, que el Cúper mantiene acorralados contra una esquina de la caseta del faro. Con manifiesta ternura los lleva hasta el gallinero, donde los va depositando entre arrumacos. “Anda por ahí un tlacuache que me los come en las noches”, dice con fastidio, “y este Cúper ni lo huele ni lo espanta”.
Un minuto después, Pedro Cruz levanta la palanca del interruptor trifásico, y un brazo de luz salta entonces con movimiento circular, hasta 25 millas mar adentro, y otros brazos semejantes son disparados, ahora, desde Progreso, San Felipe, Tecolutla, Cabo Falso, Isla de Lobos, Chetumal, Ensenada, Coatzacoalcos; mientras el Cúper ladra gustoso porque sabe que la merienda llega cuando se abren esos ojos de la noche marinera.
Fuente: Martín del Campo, David (1987). Los mares de México. Crónicas de la tercera frontera. México: Era - UAM (Problemas de México). pp. 123-127.
Los ojos de la noche
Pedro Cruz Martínez se yergue en la hamaca tendida bajo un guamúchil, rasca su robusto vientre y grita sin demasiado esfuerzo: “¡Cúper!”. El perrillo deja entonces de olfatearnos los zapatos, agita el rabo color camello y vuelve con su amo, saltando con pícara maldad entre las mustias plantas de la hortaliza.
- ¡Cúper caracho! ¡Sálgase del huerto! –exclama entonces, ahora sí a punto de enfadarse.
El perro avanza con la cabeza gacha, trota culpablemente sin dejar de abanicar su rabo. El mes pasado murió la madre del Cúper, “una perra que no ladraba ni en defensa propia”, nos explica este moreno oaxaqueño de 51 años. “Yo creo que la envenenaron”.
El “huerto” de Pedro Cruz sin dos matas de chile, unas calabazas agujeradas por los gusanos y tres surcos donde varios tomates asoman como robustos globos a medio inflar. Está enfermo de un mal incurable y su empleo es –desde hace diecisiete años- ser guardafaros de Puerto Escondido.
A las 18 horas, aproximadamente, Pedro Cruz inicia su faena laboral: deja la hamaca de hilos de náilon, entra a la caseta del faro, localiza la caja del interruptor eléctrico, levanta la palanca hasta hacer contacto… y entonces una bombilla de mil watts arroja dos chorros de luz –haces enfocados por un par de lentes de Fresnel- que en casa segundo completan un círculo de 90 km de diámetro… Y como él un minuto antes, el guardafaros Aversio Zavala repitió la operación en el faro de Puerto Madero, y un minuto después Cuauhtémoc Martínez accionará un interruptor semejante en la isla Roqueta, frente a Acapulco, y dos minutos después don Juan Beltrán hará lo mismo en el faro de Crestón, de Mazatlán, y tres minutos después, en la minada playa de Tijuana, Javier Osorio pondrá a funcionar el rotor de otras lentes de Fresnel, junto a la alambrada que linda con la Alta California, mientras allí abajo los incansables indocumentados comienzan a internarse, cobijados por la noche, hacia el norte.
Muchos de los 389 guardafaros que hay en México han enfermado de lo mismo que Pedro Cruz, quien ahora espanta con una vara a los pollos que acaban de invadir su hortaliza. “Esto es más fácil cada día”, nos dice de vuelta en su hamaca que alguna vez fue roja.
“En 1954 las cosas estaban tan malcomo ahora, pero nos quejábamos menos porque no conocíamos la televisión, que hace tan asustadiza a la gente. En el campo me ganaba un peso como peón, no había otra manera de ganar dinero. Yo era amigo de Luis Cárdenas, que vigilaba el faro de Puerto Ángel, y fue él quien me invitó a esto. Nadie quería ser entonces guardafaros; la gente creía todavía que el surco nos aliviaría algún día del hambre. Así que yo, chamaco al fin, le entré a esto. Mi primer sueldo fueron 242 pesos al mes… ahora saco 36 mil 380 quincenales, más despensa y compensaciones; por eso no me quejo. Descansamos cinco días por cada veinte de servicio. Es al principio cuando el farero las pasa más duras. Estuve primero en el faro de la punta Sal Telmo, en Michoacán, como a seis horas de Tecomán en burro, porque entonces no había de otra. De allí me mandaron al Cabo Falso, en la península de Baja California. “¡No señor!” yo decía entonces: “¿qué, yo he matado para estar aquí preso?” Allí fue que me comencé a enfermar como dice mi mujer. Cada mes o cada dos meses llegaba un barquito desde Manzanillo a llevarnos víveres y repuestos. ¿Cabo Falso?, está en la mera punta de la península, donde ahora está San Lucas. Entonces no era nada: un acantilado, piedra, mar y un faro muy importante en el que creí que iba a morirme. A pesar de mi juventud, entonces tendría unos 22 años, me agarró una época de sueño, a todas horas y en todas partes. EL faro aquél era de petróleo gasificado, con un mecanismo de relojería que hacía girar los proyectores. Era una pesa ligada a un cable, como de reloj cú-cú, y cada tres o cuatro horas había que izarla de nuevo para que el haz de luz no cesara sus giros sobre el mar. Inventé un despertador para no dormirme: ponía una tablita equilibrada con una lata, y cuando Lapesa llegaba hasta ella tumbaba la lata y me despertaba, y allá iba. Después vinieron los faros de gas butano, de bombilla eléctrica como éste, y ya anuncian unos destelladores eléctricos más modernos. Estuve luego en Cabo Corrientes, en Salina Cruz y en Puerto Ángel… La verdad los faros son como los ojos de la noche; sin ellos un barco navega como ciego, encalla en los arrecifes a pesar de que esté el disco de la luna. Ésa es nuestra función: ser como los ojos del marinero en la noche. El guardafaros nuevo cambia mucho con el primer año de trabajo… si aguanta. Yo les digo que se lleven sus animalitos, perros, pollos, un perico, una cuerdita y anzuelos para pescar, un radio. Siempre un radio de pilas. La salud es buena porque no se hacen esfuerzos, pero se sufre. Se sufre mucho en lo que tarda uno en acomodarse a la nueva vida. La nueva ley es no abandonar por nada en el mundo su puesto en el faro, así le caigan dos rayos seguidos en una tormenta, luego ocurre. No se hace en realidad nada. La vida física del guardafaros es nada. No enferma por el poco esfuerzo que se hace. Nuestra enfermedad es otra, y después no tiene remedio. A mí ya no me preocupa. Aquí, uno de enferma de tristeza, señor”.
En 1796 se instaló el faro más antiguo del país; el del entonces islote de San Juan de Ulúa, en Veracruz, que por cierto, modernizado, está de nueva cuenta en operación. El faro más antiguo que funciona con su equipo original, es el de la barra de Tampico, en la boca del Río Pánuco; un faro inaugurado en 1881. Existen actualmente 940 señales luminosas en las costas del país: 148 faros, 521 balizas y 271 boyas. La gran mayoría de estos dos últimos tipos de señales operan con sistemas autónomos de fotoceldas, con cargador solar. El gasto eléctrico de estas señales es mínimo (bombillas de 3.5, 1.5 y 0.77 volts, según su ubicación) pero gracias al filtro rojo que cubre esas bombillas, la visibilidad promedio de boyas y balizas oscila entre las 5 y las 15 millas náuticas.
La Dirección de Señalamientos Marinos (de la SCT) vigila constantemente la eficacia de estas señales, ya que muchas empresas navieras que quieren deshacerse de barcos viejos buscan encallar cerca de la costa y cobrar los seguros contratados, argumentando la deficiente señalización de tal canal o muelle. Las regiones costeras con más señales de estos tipos (lo que indica su dificultad de pilotaje) son La Paz (60 balizas, 55 boyas de canal); Guaymas (41 balizas); Tuxpan (60 balizas, en una barra de 12 km); Ciudad del Carmen (42 balizas); Cozumel (40 balizas y 24 boyas de canal); y Ensenada (38 balizas, 13 faros de situación, 2 radiofaros y una boya acústica), todo debido a que el litoral exterior bajacaliforniano es el que registra más amaneceres con niebla: unos veinticinco por año, mientras que el resto del país nunca más de quince.
Cada uno de los 148 faros –había 90 en 1976- que existen en las costas mexicanas (70 en el Golfo y el Caribe, 78 en el Pacífico) cuenta con un guardafaro, y algunos con uno o dos ayudantes. La mayoría poseen líneas de corriente alterna, aunque los más lejanos tienen plantas motogeneradoras con sistemas no-break (de suministro ininterrumpido). De todos ellos, 85 son faros “de situación”, 54 de “recalada” y 9 son “intermedios”. El último faro “de cuerda” –como el que Pedro Cruz operaba en Cabo Falso- está en servicio en las islas San Benito, 30 km al poniente de isla de Cedros. Próximamente entrará en vigor el primer faro de tele-control, operado desde una consola en la superintendencia de Mazatlán, que lanzará un rayo láser para conectar o desconectar el faro de la Roca Negra, fuera de la dársena del puerto.
Esta tendencia tecnológica hará que, poco a poco, “los guardafaros vayamos quedando como simples policías sin equipo”, dice Pedro Cruz, “porque luego los chamacos llegan a hacer mil destrozos y pillajes. Se llevan los acumuladores. Para eso sí era buena la Galleta… la mamá del Cúper, que no ladraba pero un día casi mata a uno de los vándalos. Yo creo que por eso me la envenenaron”.
Todas las mañanas Pedro Cruz sintoniza su aparato de radiocomunicación con la superintendencia de Acapulco, “a las siete de la mañana, cuando ya pasaron los fenómenos de propagación atmosféricos que se producen con el amanecer, la señal es muy buena. Nos informamos de las condiciones del tiempo y lo que hemos observado en el mar… casi nunca nada; pero hace dos años me tocó auxiliar a un barco atunero que se le paró la máquina y venía al garete desde Piedra Blanca. Ya tenían así ocho días, apenas y se podía ver una astillita blanca con los binoculares, desde la punta del faro. Lo reporté al sector naval de Acapulco, y esa misma tarde los remolcaron hasta aquí abajo, en la bahía. Casi todos eran de Manzanillo… Ellos fueron quienes me regalaron a la mamá del Cúper, la Galleta, que quién sabe por qué le nombraban así.
“Fue hasta abril de 1981 que nos dotaron el Cubic (aparato de radiocomunicación). Al principio no salía del cuarto donde está conectado, abajo del faro, y de nuestras frecuencias de 7-800 y 6-220; después me pasaba a otras, que tenemos prohibidas. No, si esos pescadores son unos pícaros habliches; no paran de hablar por el radio y nunca dicen nada, por temor a que les conozcan sus bancos de pesca. Me hice dos amigos por el Cubic.
La verdad, como usted me ve, aquí uno vive mejor que el señor De la Madrid. Sin preocupaciones. El guardafaros que aguanta, ése se queda. Aunque también hay cerebros que son muy débiles y no aguantan la soledad. Hubo uno que sí felpó en las islas Coronado, estaba solo, entonces todavía no teníamos aparatos de radio. Se le reventó una apendicitis, y como pudo hizo una fogata junto al faro, que es nuestra señal de auxilio. Lo rescataron ya moribundo. El que dicen que enloqueció fue el guardafaros de la Isla de Lobos. Uno que se llamaba José Bravo… parece que le comenzó a entrar muy duro a la copa. Es que aunque no parezca, se sufre mucho en los faros. Por eso buscan contratarnos a gente del lugar, que tengamos familia para ocuparnos de ella. En esas islas… la soledad es el problema. La soledad lo vuelve a uno filósofo, le entra uno a leer mucho, cualquier cosa, y eso es lo que pasó con el farero de Isla de Lobos. De tanto leer luego hablan con mucha propiedad, como eruditos, como el señor Carlos Monsiváis, y la gente no les entiende. Eso comenzaron a decir en la superintendencia de Guaymas cuando se comunicaban con el compañero Bravo; aunque la verdad, tenía desatendido el faro por lo del trago. Fueron por él y se lo llevaron al Seguro Social, para curarlo… Creo que ahora está en Puerto Peñasco. Se ha vuelto compositor de canciones.
Desde que me dieron el aparato de radio dejé un poco los libros. Tengo memorizadas la mitad de las poesías de Margarito Ledezma. Luego se las recito a los pescadores; algunos, que se han hecho mis amigos. Aunque luego dicen que uno…”
Pedro Cruz Martínez mira su reloj. El crepúsculo concluye y nos pide que lo acompañemos. Con la vara comienza a pastorear tres guajolotes y varias gallinas que logra conducir hasta un rústico granero, improvisado con pedazos de triplay y trozos de tela metálica. Después carga a los pollos más pequeños, que el Cúper mantiene acorralados contra una esquina de la caseta del faro. Con manifiesta ternura los lleva hasta el gallinero, donde los va depositando entre arrumacos. “Anda por ahí un tlacuache que me los come en las noches”, dice con fastidio, “y este Cúper ni lo huele ni lo espanta”.
Un minuto después, Pedro Cruz levanta la palanca del interruptor trifásico, y un brazo de luz salta entonces con movimiento circular, hasta 25 millas mar adentro, y otros brazos semejantes son disparados, ahora, desde Progreso, San Felipe, Tecolutla, Cabo Falso, Isla de Lobos, Chetumal, Ensenada, Coatzacoalcos; mientras el Cúper ladra gustoso porque sabe que la merienda llega cuando se abren esos ojos de la noche marinera.
Fuente: Martín del Campo, David (1987). Los mares de México. Crónicas de la tercera frontera. México: Era - UAM (Problemas de México). pp. 123-127.
martes, 13 de septiembre de 2011
El pueblo de Isla de Cedros
El azul es el color predominante en el paisaje de Isla de Cedros tanto en el cielo despejado sediento de agua (pues pocas veces llueve en esta pequeña parte del mundo) como en el inmenso Pacífico que le rodea en todas direcciones, mar limpio sin contaminación evidente, conservado así gracias a la poca influencia humana.
Los buzos y pescadores son grandes conocedores de cada una de las ensenadas y zonas abuloneras de Cedros a pesar de la grandeza física de la isla que en la realidad es un enorme terruño de identidad para los isleños y no un pequeño punto en el mapa como acaso la identificarán otros mexicanos. Cuestión de percepción y escala.
Lobos marinos (Isla de Cedros)
A los hombres conocedores de sus oficios se les suele llamar “viejos lobos de mar” como alusión a su experiencia de vida, sin embargo parece cuestionable el proverbio debido a que estos mamíferos suelen ser animales de vida simple y ociosa, contraria a la esforzada y compleja vida de los pescadores y buzos de Isla de Cedros.
Los lobos de mar, agrupados en grandes colonias denominadas loberas están rodeados de una cotidianidad en la que el descanso es predominante sobre las playas rocosas del litoral oriental de Cedros. Sólo algunos de ellos salen a nadar para obtener el alimento diario, nadando con una habilidad que quizá justifique la denominación, pues a pesar de la pesadez que externan, muestran su experiencia real dentro del mar.
domingo, 4 de septiembre de 2011
Isla de Cedros o Huamalhuá
Una gran isla del Pacífico mexicano fue denominada Huamalguá (“Isla en la niebla”) por sus habitantes originales: indígenas cochimíes. Isla de Cedros es su nombre actual, menos certero, pues esta vegetación no existe en su territorio, pero fue la que creyeron ver los navegantes españoles que arribaron en 1540. Sus habitantes contemporáneos le llaman afectivamente “El Piedrón”.
Isla de Cedros, la cuarta isla más grande de México (después de la Isla Tiburón, Isla Ángel de la Guarda y Cozumel), se localiza al oeste de la Península de Baja California en su parte central. La isla tiene origen continental, separada de la península por efecto de sumersión. Si el nivel del mar descendiera 50 metros, la isla quedaría unida a la Punta Eugenia, que se localiza a 25 km.
Cedros es la isla más habitada en el Pacífico mexicano (2,042 habitantes en el Censo de Población y Vivienda 2010), constituye una de las 23 delegaciones de Ensenada, el municipio más grande del país, cuya cabecera se encuentra a 445 km de distancia, motivo por el cual se ha mantenido en abandono por lejanía inevitable y separación física, más allá del mar.
Hay dos localidades principales separadas por 9 km: Cedros (“El pueblo”) y Punta Morro (“El Morro”) así como varios campos pesqueros habitados en temporadas por pescadores locales: San Agustín, Wayle, La Colorada y Punta Norte en la propia isla y el campo de las Islas San Benito (25 kilómetros al NW), que forman parte del consciente colectivo de los isleños, como si se tratara de una extensión de Cedros.
El clima se considera seco desértico (BW) debido a la vegetación xérica, lluvias irregulares y muy escasas todo el año, sin embargo la oscilación térmica es baja y el clima en el Pueblo de Cedros es muy agradable, una de las causas del bienestar de la población.
Existen cinco especies de mamíferos endémicos, uno de ellos (el venado bura de Cedros) al borde de la extinción; la presencia de mamíferos marinos es importante, hay elefantes marinos al NW y los lobos marinos distribuidos sobre todo al norte y en la costa oriental. Hay 20 especies de reptiles (seis endémicas) entre saurios, serpientes y tortugas; un anfibio; y tres moluscos (dos terrestres y una de agua dulce). No abundan los insectos aunque hay varias arañas y alacranes. Hay 220 especies nativas de plantas, 27 de ellas endémicas. A diferencia de isla Guadalupe, en Cedros las cabras inducidas no se desarrollaron en abundancia ni alteraron en demasía el equilibrio ecológico por lo que las condiciones ambientales originales se mantuvieron.
La isla se encuentra en la zona pesquera más rica de la República por la gran abundancia y variedad de especies. Aunque hay atún, barracuda, jurel, macarela y sardina, los dos productos por excelencia son la langosta y el abulón, capturado por buceo en los fondos rocosos. Estos productos junto al pepino de mar y caracol son procesados para su exportación en la propia isla. Todo el sistema administrativo, de captura de especies por pesca y buceo y el procesamiento industrial dependen de la sociedad cooperativa de Pescadores Nacionales de Abulón (PNA).
La vida económica en la isla se complementa con la presencia de Exportadora de Sal S.A. (ESSA), cuya extracción salina de Guerrero Negro, BCS (a 100 km) se almacena en el puerto Morro Redondo (al SE de la isla) y se embarca para su exportación al continente asiático, principalmente a Japón. Los 7 millones de toneladas anuales de sal que se mueven de entrada y salida (granel mineral) hacen de éste, el cuarto puerto más activo del Pacífico.
A inicios de la década de 1960 comienza la construcción de las instalaciones de ESSA en Isla de Cedros, en cuya punta sureste (Punta Morro Redondo) se encontraron las condiciones óptimas de un puerto natural que pudiera recibir embarcaciones cargueras de gran extensión. Así surgió el otro poblado conocido como El Morro, para los trabajadores de la empresa, de origen externo en su mayoría (hay pocos isleños empleados ahí).
Isla de Cedros a pesar de tener características que la hacen un espacio de interés ha sido poco tratada en la producción bibliográfica mexicana. Hace sesenta años (1948) que fue escrito un ensayo monográfico sobre ella. El geógrafo Bibiano Osorio residió en Cedros y presentó como un trabajo para la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, una descripción de los aspectos más destacables sobre sus observaciones y estudios, destacando la descripción física y de recursos naturales explotables de la isla así como algunas menciones sobre la historia del poblamiento y sobre los habitantes de entonces. A pesar del tiempo transcurrido, este trabajo es útil por estar dedicado en profundidad a la isla desde una visión geográfica y porque la descripción hecha sobre aspectos del paisaje y la población han sido tomados en cuenta y contrastados con la realidad isleña actual.
Recientemente investigadores de la Universidad de California, Northridge y el Colegio Pomona, bajo la dirección de Doctor Matthew Des Lauriers han ubicado e identificado más de 120 sitios arqueológicos en la isla. El objeto de mayor interés es una punta clovi con dataciones superiores a 10,000 años, lo cual podría cambiar teoría sobre las rutas del poblamiento de América.
Lo que sí es confirmado por investigaciones históricas mexicanas es la presencia de una población indígena a la llegada de los exploradores europeos. Miguel León Portilla (1989) tiene el registro de entre 1000 y 1200 habitantes de origen cochimí en el siglo XVI quienes la denominaban Amalagua o Huamalguá (“La nebulosa” o “Isla de las Neblinas”). Su nombre actual fue asignado por el navegante español Francisco de Ulloa en 1540. Durante esta expedición se confirma que Baja California es una Península y no una isla. Se realiza la primera cartografía peninsular y la designación de la mayor parte de la toponimia de la costa occidental bajacaliforniana.
En 1602 Sebastián Vizcaíno la visita y modifica la denominación original por “isla de Cerros” debido a su topografía tan accidentada. Sería en 1732 con la visita del jesuita Taraval (misión de San Ignacio) cuando se convence a los indígenas de abandonar la isla para ser trasladados a la península y ser evangelizados. Ahí serían víctimas de las frecuentes epidemias, ni uno sólo logra regresar a su isla.
El poblamiento contemporáneo data de 1922, tiempo en el que se instaló una planta empacadora de pescado que en un principio empleaba a 14 hombres y 2 buzos. Los primeros buzos fueron de nacionalidad japonesa, quienes enseñaron el oficio a aquellos mexicanos que llegaron a la isla con la esperanza de encontrar empleo y mejores condiciones de vida.
La Pesquera del Pacífico ahí establecida pasó a ser sociedad entre los fundadores (de apellido Bernstein) y el expresidente mexicano Abelardo L. Rodríguez. Dicha pesquera era propietaria del equipo portuario, la planta de energía eléctrica, el abastecimiento de agua e incluso de la mayoría de las casas; permitió el crecimiento de la población de 16 habitantes originarios a 374 en 1940, 1000 en 1950 e incluso una cifra de entre 8 y 10 mil habitantes en la década de 1970, jamás registrada por INEGI.
Esta compañía pesquera, primera actividad económica por tiempo, importancia y número de empleados entró en crisis en los años 80. Las industrias empacadoras paraestatales en Baja California fueron llevadas a quiebra y cerradas una a una. La empacadora de Cedros cierra a partir de una huelga en 1996 y con ella gran parte de la vida del pueblo termina, el cual había ido en declive desde una década atrás. La isla se fue despoblando y el flujo migratorio principal, incluso hasta nuestros días, se da a Ensenada, pues a pesar de la lejanía hay un transporte continuo y una gran red social más que política con su cabecera municipal.
Actualmente los dos brazos o motores de la economía local que mantienen con vida a la isla son la pesca de Pescadores Nacionales de Abulón (PNA) y la Exportadora de Sal. Cedros a pesar de generar grandes ingresos monetarios para el país, está en un profundo y real abandono del gobierno a causa de su descuido y de una existencia ignorada por parte de los demás mexicanos.
La mayoría de los isleños actuales disponen de un doble espacio de vida: hay una fuerte liga con la Península de Baja California gracias a los transportes regulares (específicamente a Ensenada, BC y Guerrero Negro, BCS) y a la red social entretejida desde hace décadas. Aunque se deje físicamente la isla jamás deja de estar en el pensamiento, los recuerdos y planes para volver a ella.
Los cedreños de origen o adopción, sus emigrantes e incluso gran cantidad de sus hijos ensenadenses tienen un fuerte lazo de identidad.
No estar en la isla ha sido como si me arrancaran de mi hábitat (David Romo)
Me quedaré en Cedros porque aquí crecí, aquí me casé, aquí está mi vida y los restos de mis padres (Cristina "Guili" León).
El arraigo es más notorio en las generaciones mayores y medias que en las jóvenes, pero aún no se diluye. “La isla ofrece el territorio identitario, de afectividad, de descanso informal, de placeres simples pero esenciales. Por otro la zona urbana ofrece la formación (académica) y empleo así como el entretenimiento contemporáneo” (Péron, 1999: 190).
El aislamiento absoluto se ha visto atenuado por los medios de comunicación (Internet, telefonía celular) en los años recientes si bien los medios de transporte han hecho viable desde hace varias décadas una conectividad constante. Aquí se puede hablar de un aislamiento relativo más que absoluto pues a pesar de los nexos continuos con Ensenada es inevitable estar rodeados enteramente del agua oceánica como frontera física e imaginaria, como pueden atestiguarlo algunos de sus pobladores anteriores o actuales:
Somos presos libres (Santos de la Toba)
Se vive en cierto encierro (Ileana Covarrubias)
Estamos en México pero en un círculo aparte (Marco Salazar)
A pesar de ello se vive en libertad, con seguridad y buena vecindad. Ahí “se es alguien” a diferencia de las grandes urbes donde se pierde la propia identidad.
Para todos los isleños entrevistados Isla de Cedros es grande no sólo en territorio sino por su gente. La apreciación de la isla ocurre en distintas escalas ligada al medio o tipo de transporte utilizado para recorrerla (a pie, automóvil, lancha, avioneta) e indudablemente tiene un enorme territorio. Son los pescadores y buzos quienes mejor conocen la geografía física. INEGI registra unos diez topónimos y accidentes geográficos, la población tiene un vasto reconocimiento de ensenadas, zonas abuloneras y otras morfologías, más de 50 que en los escasos mapas oficiales ni siquiera aparecen.
Cedros no es una isla tropical ni de ensueño pero sí un paraíso perdido en medio del océano, sus paisajes insulares están llenos de contrastes cromáticos y sensoriales donde hay altas sierras desérticas tras un litoral de acantilados, montañas de sal con un azul intenso de mar limpio y cielos sin nubes, cerros blanquecinos y chatarra oxidada, cactáceas y pinos, gaviotas y cuervos, minas abandonadas y campos pesqueros aún muy llenos de vida.
Cedros es un lugar mágico para vivirse en el que se podrá obtener una experiencia que en ningún otro rincón accesible de México: una vista de playas con rocas de colores, el graznar de gaviotas en todo momento y rincón, un aroma a mar muy sutil y agradable, un tacto frío en el agua proveniente de la corriente californiana que contrasta con la calidez de una población familiar en casi todos los sentidos, son pocos habitantes, todos se identifican entre sí y tienen un reconocimiento al interior de la comunidad.
El pueblo de Cedros es un lugar de gente confiable, solidaria, tranquila y amable, cuestiones que los han hermanado y hecho progresar gracias a ellos mismos y no debido a la tibieza de un gobierno que apenas en 15 años ha comenzado a brindar servicios dosificados. Abundan casas abandonadas en deterioro pero una gran vida en las calles y en su gente: niños, mujeres, pescadores y personas de la tercera edad arraigados a su “Piedrón”.
Isla de Cedros merece un nuevo auge para entrar a la consciencia colectiva del resto de los mexicanos y quedar registrada en investigaciones, medios audiovisuales, mapas y libros y así lograr paliar el injusto abandono a pesar de su gran trascendencia natural, histórica, económica y cultural.
Bibliografía para profundizar:
-> Baxin, Israel (2010). La isla de Cedros en el contexto insular del Pacífico mexicano: un estudio de geografía cultural. Tesis de licenciatura en geografía. México: UNAM, Facultad de Filosofía y Letras.
-> Chenaut, Victoria (1985). Los pescadores de Baja California (Costa del Pacífico y Mar de Cortés). México: CIESAS (Cuadernos de la casa chata, 111).
-> Des Lauriers, Matthew (2006). “Isla Cedros” en: Laylander y Moore (editores) The prehistory of Baja California: Advances in the archaeology of the forgotten Peninsula. Gainesville: University Press of Florida, pp. 153-166.
-> León Portilla, Miguel (1989). Cartografía y crónicas de la Antigua California. México: UNAM.
-> Osorio, Bibiano (1948). “La isla de Cedros, Baja California: ensayo monográfico” en: Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, Tomo LXVI, núm 3. México: Editorial Cultura. pp. 319-402.
-> Péron, Françoise (1999). “Les îles: cas particuliers des relations espace et sociétés sur les littoraux” en: Marcadon, Jacques, et. Al. L’espace littoral: Approche de géographie humaine. Rennes: Presses Universitaires.
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