domingo, 30 de octubre de 2011

Una analogía entre islas y pueblos indígenas de México

¿Qué importa estar lejos, si ya nos han olvidado?
¿Importan mis pasos en este mundo olvidado?

“Olvido” - Rita Guerrero.



El origen del nombre de México (Mexihco, “en el ombligo de la luna” o “el centro del lago de la luna”) se vincula con la configuración del eje cultural y político de Tenochtitlan: el islote que se encontraba en medio de la esplendorosa región lacustre donde vivían los mexicas, del cual parece, con el paso del tiempo, nada queda, ni su configuración geográfica ni el recuerdo del germen que diera identidad onomástica a todo un país.
Tras quinientos años del esplendor mesoamericano y a inicios del siglo XXI, con una larga historia detrás para la construcción de la identidad nacional, en México se han dejado de lado a los pueblos indígenas como orgullo del origen, pues la marginación y el rezago en el que se encuentran a nivel social son consecuencia de una negación histórica sobre la aportación que sus distintas culturas han otorgado al país.
Así como los archipiélagos son discontinuidades territoriales de islas en el océano, los grupos indígenas de México parecerían archipiélagos demográficos en el país pues actualmente sólo tienen una presencia parcial en el territorio y no mayoritaria como ocurrió durante de la época prehispánica.
Los pueblos indígenas de México guardan una esencia primigenia de la cultura y del territorio, frente al mestizo promedio parecen desconocidos, incluso exóticos. Por su parte, la isla, a nivel geográfico, es una porción territorial de aparente sencillez, que causa fascinación al visitante, dadas las peculiaridades y endemismos naturales que puede contener. Ambas entidades se encuentran en vulnerabilidad (social en el primer caso, ambiental en el segundo) pues una valoración menor o carente ha permitido que el descuido e incluso el olvido, les exponga a un riesgo constante a nivel natural y cultural.
Varias islas mexicanas estuvieron ocupadas por poblaciones indígenas antes de la llegada de los exploradores españoles, aunque en algunos casos, sus habitantes fueron diezmados o integrados a las porciones terrestres más cercanas. Algunos ejemplos son Isla de Cedros, que contaba con un poblamiento importante de indígenas cochimíes (Miguel León Portilla menciona 1200 habitantes durante el primer contacto europeo en 1540, víctimas posteriores de epidemias cuando fueron trasladados a la península de Baja California en el siglo XVIII); isla Espíritu Santo, donde se encuentran evidencias de la cultura pericú, extinta en Baja California Sur; y las islas Tiburón y San Esteban, actualmente las únicas ínsulas vinculadas a una etnia indígena, al ser un espacio sagrado de la cosmovisión comcáac (seri), territorio fundamental de su desarrollo cultural. Las islas mencionadas, al igual que otras, tienen toponimias indígenas asociadas a sus atributos territoriales:


Actualmente las islas mexicanas permanentemente habitadas, se encuentran pobladas sólo por mestizos. En algunos asentamientos isleños donde se depende de actividades económicas tradicionales (sobre todo las pesquerías), hay un modo de vida semejante al de las poblaciones indígenas en cuanto a cierta dinámica comunitaria, donde el usufructo del trabajo es compartido por todos los partícipes e igualmente se ven afectados por los embates de la naturaleza (“el mal tiempo”) pues como señala Joël Bonnemaison (1), una isla tradicional es un espacio finito de comunicación privilegiado donde “el otro” está intensamente próximo en el vínculo social.
La visión del mundo de los isleños quizá tenga una realidad compartida con la de algunos pueblos indígenas pues como menciona Domingo Pérez Minik (2) el isleño percibe tiempo y espacio fundidos, debido a que el aislamiento como segregación y acontecer físico, trasciende a lo espiritual.
Mencionar que en México, las poblaciones isleñas más tradicionales han sido poco estudiadas no es algo novedoso a pesar de que las islas son lugares donde la identidad y el arraigo juegan un papel determinante. Cabe destacar que en las islas, por su situación particular, además de la insularidad natural de sus ambientes, se puede hablar de una insularidad social, aún más acentuada que en sectores demográficos o poblaciones específicas del área continental.
Para algunos geógrafos, como Bonnemaison, la isla como una singularidad amenazada, en el contexto de la occidentalización, enfrenta el dilema de la destrucción o la resistencia. Curiosamente, los pueblos indígenas de México guardan una situación análoga.
La valoración que de las culturas indígenas y de los territorios olvidados, como las islas, a través de los estudios académicos pueda realizarse, es un primer paso para participar en el ejercicio de la justicia a través de la generación de conocimiento como base para la acción y de la inclusión para efectuar el pluralismo. Valorar antes de perder, debería ser una consigna clave en los estudios sociales y humanísticos.

(1) Joël Bonnemaison (1991) “Vivre dans l’île” L’espace géographique 1990-1991. Tome XIX-XX. No. 2. Paris. pp.119-125.
(2) Domingo Pérez Minik (1987). “La condición humana del insular” Aguayro. No. 170 (marzo-abril). Las Palmas: La caja de Canarias. pp. 6-12.



Artículo escrito para la gaceta "Todos somos todo". Núm. 1. Octubre de 2011. México: publicación independiente.

lunes, 3 de octubre de 2011

Faros: los ojos de la noche

Muchas de las islas de México son estratégicas para la localización de faros, como ocurre en otros puntos del litoral. En algunas islas (aunque oficialmente no se consideren habitadas) viven guardafaros, cuya función principal es alumbrar el camino de los navegantes y marineros. Baste este texto como un reconocimiento a la labor que desempeñan, la autoría es de David Martín del Campo, quien recogió una serie de testimonios a mediados de los años 80 del siglo XX.



Los ojos de la noche

Pedro Cruz Martínez se yergue en la hamaca tendida bajo un guamúchil, rasca su robusto vientre y grita sin demasiado esfuerzo: “¡Cúper!”. El perrillo deja entonces de olfatearnos los zapatos, agita el rabo color camello y vuelve con su amo, saltando con pícara maldad entre las mustias plantas de la hortaliza.
- ¡Cúper caracho! ¡Sálgase del huerto! –exclama entonces, ahora sí a punto de enfadarse.
El perro avanza con la cabeza gacha, trota culpablemente sin dejar de abanicar su rabo. El mes pasado murió la madre del Cúper, “una perra que no ladraba ni en defensa propia”, nos explica este moreno oaxaqueño de 51 años. “Yo creo que la envenenaron”.
El “huerto” de Pedro Cruz sin dos matas de chile, unas calabazas agujeradas por los gusanos y tres surcos donde varios tomates asoman como robustos globos a medio inflar. Está enfermo de un mal incurable y su empleo es –desde hace diecisiete años- ser guardafaros de Puerto Escondido.
A las 18 horas, aproximadamente, Pedro Cruz inicia su faena laboral: deja la hamaca de hilos de náilon, entra a la caseta del faro, localiza la caja del interruptor eléctrico, levanta la palanca hasta hacer contacto… y entonces una bombilla de mil watts arroja dos chorros de luz –haces enfocados por un par de lentes de Fresnel- que en casa segundo completan un círculo de 90 km de diámetro… Y como él un minuto antes, el guardafaros Aversio Zavala repitió la operación en el faro de Puerto Madero, y un minuto después Cuauhtémoc Martínez accionará un interruptor semejante en la isla Roqueta, frente a Acapulco, y dos minutos después don Juan Beltrán hará lo mismo en el faro de Crestón, de Mazatlán, y tres minutos después, en la minada playa de Tijuana, Javier Osorio pondrá a funcionar el rotor de otras lentes de Fresnel, junto a la alambrada que linda con la Alta California, mientras allí abajo los incansables indocumentados comienzan a internarse, cobijados por la noche, hacia el norte.
Muchos de los 389 guardafaros que hay en México han enfermado de lo mismo que Pedro Cruz, quien ahora espanta con una vara a los pollos que acaban de invadir su hortaliza. “Esto es más fácil cada día”, nos dice de vuelta en su hamaca que alguna vez fue roja.
“En 1954 las cosas estaban tan malcomo ahora, pero nos quejábamos menos porque no conocíamos la televisión, que hace tan asustadiza a la gente. En el campo me ganaba un peso como peón, no había otra manera de ganar dinero. Yo era amigo de Luis Cárdenas, que vigilaba el faro de Puerto Ángel, y fue él quien me invitó a esto. Nadie quería ser entonces guardafaros; la gente creía todavía que el surco nos aliviaría algún día del hambre. Así que yo, chamaco al fin, le entré a esto. Mi primer sueldo fueron 242 pesos al mes… ahora saco 36 mil 380 quincenales, más despensa y compensaciones; por eso no me quejo. Descansamos cinco días por cada veinte de servicio. Es al principio cuando el farero las pasa más duras. Estuve primero en el faro de la punta Sal Telmo, en Michoacán, como a seis horas de Tecomán en burro, porque entonces no había de otra. De allí me mandaron al Cabo Falso, en la península de Baja California. “¡No señor!” yo decía entonces: “¿qué, yo he matado para estar aquí preso?” Allí fue que me comencé a enfermar como dice mi mujer. Cada mes o cada dos meses llegaba un barquito desde Manzanillo a llevarnos víveres y repuestos. ¿Cabo Falso?, está en la mera punta de la península, donde ahora está San Lucas. Entonces no era nada: un acantilado, piedra, mar y un faro muy importante en el que creí que iba a morirme. A pesar de mi juventud, entonces tendría unos 22 años, me agarró una época de sueño, a todas horas y en todas partes. EL faro aquél era de petróleo gasificado, con un mecanismo de relojería que hacía girar los proyectores. Era una pesa ligada a un cable, como de reloj cú-cú, y cada tres o cuatro horas había que izarla de nuevo para que el haz de luz no cesara sus giros sobre el mar. Inventé un despertador para no dormirme: ponía una tablita equilibrada con una lata, y cuando Lapesa llegaba hasta ella tumbaba la lata y me despertaba, y allá iba. Después vinieron los faros de gas butano, de bombilla eléctrica como éste, y ya anuncian unos destelladores eléctricos más modernos. Estuve luego en Cabo Corrientes, en Salina Cruz y en Puerto Ángel… La verdad los faros son como los ojos de la noche; sin ellos un barco navega como ciego, encalla en los arrecifes a pesar de que esté el disco de la luna. Ésa es nuestra función: ser como los ojos del marinero en la noche. El guardafaros nuevo cambia mucho con el primer año de trabajo… si aguanta. Yo les digo que se lleven sus animalitos, perros, pollos, un perico, una cuerdita y anzuelos para pescar, un radio. Siempre un radio de pilas. La salud es buena porque no se hacen esfuerzos, pero se sufre. Se sufre mucho en lo que tarda uno en acomodarse a la nueva vida. La nueva ley es no abandonar por nada en el mundo su puesto en el faro, así le caigan dos rayos seguidos en una tormenta, luego ocurre. No se hace en realidad nada. La vida física del guardafaros es nada. No enferma por el poco esfuerzo que se hace. Nuestra enfermedad es otra, y después no tiene remedio. A mí ya no me preocupa. Aquí, uno de enferma de tristeza, señor”.



En 1796 se instaló el faro más antiguo del país; el del entonces islote de San Juan de Ulúa, en Veracruz, que por cierto, modernizado, está de nueva cuenta en operación. El faro más antiguo que funciona con su equipo original, es el de la barra de Tampico, en la boca del Río Pánuco; un faro inaugurado en 1881. Existen actualmente 940 señales luminosas en las costas del país: 148 faros, 521 balizas y 271 boyas. La gran mayoría de estos dos últimos tipos de señales operan con sistemas autónomos de fotoceldas, con cargador solar. El gasto eléctrico de estas señales es mínimo (bombillas de 3.5, 1.5 y 0.77 volts, según su ubicación) pero gracias al filtro rojo que cubre esas bombillas, la visibilidad promedio de boyas y balizas oscila entre las 5 y las 15 millas náuticas.
La Dirección de Señalamientos Marinos (de la SCT) vigila constantemente la eficacia de estas señales, ya que muchas empresas navieras que quieren deshacerse de barcos viejos buscan encallar cerca de la costa y cobrar los seguros contratados, argumentando la deficiente señalización de tal canal o muelle. Las regiones costeras con más señales de estos tipos (lo que indica su dificultad de pilotaje) son La Paz (60 balizas, 55 boyas de canal); Guaymas (41 balizas); Tuxpan (60 balizas, en una barra de 12 km); Ciudad del Carmen (42 balizas); Cozumel (40 balizas y 24 boyas de canal); y Ensenada (38 balizas, 13 faros de situación, 2 radiofaros y una boya acústica), todo debido a que el litoral exterior bajacaliforniano es el que registra más amaneceres con niebla: unos veinticinco por año, mientras que el resto del país nunca más de quince.



Cada uno de los 148 faros –había 90 en 1976- que existen en las costas mexicanas (70 en el Golfo y el Caribe, 78 en el Pacífico) cuenta con un guardafaro, y algunos con uno o dos ayudantes. La mayoría poseen líneas de corriente alterna, aunque los más lejanos tienen plantas motogeneradoras con sistemas no-break (de suministro ininterrumpido). De todos ellos, 85 son faros “de situación”, 54 de “recalada” y 9 son “intermedios”. El último faro “de cuerda” –como el que Pedro Cruz operaba en Cabo Falso- está en servicio en las islas San Benito, 30 km al poniente de isla de Cedros. Próximamente entrará en vigor el primer faro de tele-control, operado desde una consola en la superintendencia de Mazatlán, que lanzará un rayo láser para conectar o desconectar el faro de la Roca Negra, fuera de la dársena del puerto.
Esta tendencia tecnológica hará que, poco a poco, “los guardafaros vayamos quedando como simples policías sin equipo”, dice Pedro Cruz, “porque luego los chamacos llegan a hacer mil destrozos y pillajes. Se llevan los acumuladores. Para eso sí era buena la Galleta… la mamá del Cúper, que no ladraba pero un día casi mata a uno de los vándalos. Yo creo que por eso me la envenenaron”.
Todas las mañanas Pedro Cruz sintoniza su aparato de radiocomunicación con la superintendencia de Acapulco, “a las siete de la mañana, cuando ya pasaron los fenómenos de propagación atmosféricos que se producen con el amanecer, la señal es muy buena. Nos informamos de las condiciones del tiempo y lo que hemos observado en el mar… casi nunca nada; pero hace dos años me tocó auxiliar a un barco atunero que se le paró la máquina y venía al garete desde Piedra Blanca. Ya tenían así ocho días, apenas y se podía ver una astillita blanca con los binoculares, desde la punta del faro. Lo reporté al sector naval de Acapulco, y esa misma tarde los remolcaron hasta aquí abajo, en la bahía. Casi todos eran de Manzanillo… Ellos fueron quienes me regalaron a la mamá del Cúper, la Galleta, que quién sabe por qué le nombraban así.
“Fue hasta abril de 1981 que nos dotaron el Cubic (aparato de radiocomunicación). Al principio no salía del cuarto donde está conectado, abajo del faro, y de nuestras frecuencias de 7-800 y 6-220; después me pasaba a otras, que tenemos prohibidas. No, si esos pescadores son unos pícaros habliches; no paran de hablar por el radio y nunca dicen nada, por temor a que les conozcan sus bancos de pesca. Me hice dos amigos por el Cubic.
La verdad, como usted me ve, aquí uno vive mejor que el señor De la Madrid. Sin preocupaciones. El guardafaros que aguanta, ése se queda. Aunque también hay cerebros que son muy débiles y no aguantan la soledad. Hubo uno que sí felpó en las islas Coronado, estaba solo, entonces todavía no teníamos aparatos de radio. Se le reventó una apendicitis, y como pudo hizo una fogata junto al faro, que es nuestra señal de auxilio. Lo rescataron ya moribundo. El que dicen que enloqueció fue el guardafaros de la Isla de Lobos. Uno que se llamaba José Bravo… parece que le comenzó a entrar muy duro a la copa. Es que aunque no parezca, se sufre mucho en los faros. Por eso buscan contratarnos a gente del lugar, que tengamos familia para ocuparnos de ella. En esas islas… la soledad es el problema. La soledad lo vuelve a uno filósofo, le entra uno a leer mucho, cualquier cosa, y eso es lo que pasó con el farero de Isla de Lobos. De tanto leer luego hablan con mucha propiedad, como eruditos, como el señor Carlos Monsiváis, y la gente no les entiende. Eso comenzaron a decir en la superintendencia de Guaymas cuando se comunicaban con el compañero Bravo; aunque la verdad, tenía desatendido el faro por lo del trago. Fueron por él y se lo llevaron al Seguro Social, para curarlo… Creo que ahora está en Puerto Peñasco. Se ha vuelto compositor de canciones.
Desde que me dieron el aparato de radio dejé un poco los libros. Tengo memorizadas la mitad de las poesías de Margarito Ledezma. Luego se las recito a los pescadores; algunos, que se han hecho mis amigos. Aunque luego dicen que uno…”
Pedro Cruz Martínez mira su reloj. El crepúsculo concluye y nos pide que lo acompañemos. Con la vara comienza a pastorear tres guajolotes y varias gallinas que logra conducir hasta un rústico granero, improvisado con pedazos de triplay y trozos de tela metálica. Después carga a los pollos más pequeños, que el Cúper mantiene acorralados contra una esquina de la caseta del faro. Con manifiesta ternura los lleva hasta el gallinero, donde los va depositando entre arrumacos. “Anda por ahí un tlacuache que me los come en las noches”, dice con fastidio, “y este Cúper ni lo huele ni lo espanta”.
Un minuto después, Pedro Cruz levanta la palanca del interruptor trifásico, y un brazo de luz salta entonces con movimiento circular, hasta 25 millas mar adentro, y otros brazos semejantes son disparados, ahora, desde Progreso, San Felipe, Tecolutla, Cabo Falso, Isla de Lobos, Chetumal, Ensenada, Coatzacoalcos; mientras el Cúper ladra gustoso porque sabe que la merienda llega cuando se abren esos ojos de la noche marinera.


Fuente: Martín del Campo, David (1987). Los mares de México. Crónicas de la tercera frontera. México: Era - UAM (Problemas de México). pp. 123-127.