Y así…
En el horizonte mismo de nuestra imaginación, se encuentra el otro México. El que no conocemos porque –alejado-, está formado por pequeños territorios que nacieron de la entraña sumergida de la Patria y por lo tanto, a ella pertenecen. El México insular que está bañado por las aguas de todos los mares que hallan en sus orillas un momento de reposo antes de continuar en el largo itinerario que les marcan las corrientes y los vientos.
Al pasar sobre el Caribe, el sol tropieza con la sonrisa de las islas afortunadas antes de entrar en nuestro territorio. Y cuando se aleja, para perderse en el océano, otras islas de vastos archipiélagos, le dirán adiós. Ellas representan con sus nombres sonoros –Socorro, Clarión, Roca Partida- la avanzada lejana y vigorosa de México para afirmar su vecindad con la otra orilla de la Cuenca del Pacífico.
Esas islas que se cuentan por centenas y en su mayoría conservan su hálito atrayente del misterio, constituyen tal vez la última frontera que habremos de conquistar. Ya no en el combate heroico de los tiempos pasados por edificar una nación y defender una causa y una idea. Se trata ahora de una acción más difícil, pero igualmente trascendente y perdurable. Al cabo de largas luchas por afirmar la soberanía del país sobre los territorios emergidos que rodean al macizo continental de México, y reconocida ésta plenamente en un mundo con contornos definidos, debemos incorporar al patrimonio insular en nuestros planes globales de desarrollo. Tal es a un tiempo, la meta y el desafío.
Cada isla tiene su vocación y su destino. Múltiples y diversas, las islas de México no son un todo genérico que pueda recubrir un espacio geográfico homogéneo. Por su historia, su entorno físico, su clima y su biodiversidad, cada una es individual y diferente, aunque todas tengan ese fulgor colectivo de encanto irreal y remoto, cercano únicamente a nuestra propia fantasía.
Las hay de origen volcánico, con relieve atormentado por las convulsiones telúricas que les dieron origen. Pocas conservan actividad; si acaso allá en las Revillagigedo, el aliento azufroso que desde muy lejos se percibe, denuncian la existencia de cráteres convulsionados por materias ígneas. Son la excepción. En la mayoría, los viejos boquerones son ahora albergos para que las aves marinas cumplan con los ritos ancestrales que les impuso la naturaleza. Otras, en el Caribe, coronadas a veces con palmeras para sombrear las playas deliciosas, son producto de la acumulación de corales que con cierta timidez, emergieron de las aguas y a veces, cuando la mar se enoja, vuelven a ser recubiertas hasta que se calman los malos humores. Y están también los cayos, las rocas emergidas, los bajos y médanos que atraen únicamente al marino que conoce las aguas y sabe cómo conducir su embarcación con serenidad y timón firme.
Todas ellas esperan la mano del hombre para poderse transformar e incorporarse así al progreso de México. Algunas se volverán sitios exclusivos para quienes aspiren a un rato placentero de evasión y descanso. Otras, simplemente seguirán cumpliendo su misión de guías para la navegación o refugios privilegiados que aseguren la continuidad de las especies en paraísos naturales intocados. Pero allá donde parece que se acaba el continente, cuando ya no hay nada sino el mar, aparecen de pronto en el horizonte, en el sitio eterno de destino que el dedo de Dios escribió, esas islas, silentes centinelas de los mares mexicanos.
Fuente:
Maldonado, Víctor y Enrique Franco (1993). Islas, silentes centinelas de los mares mexicanos. México: Secretaría de Gobernación. pp. 231-233.
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